La clase en absoluto silencio. Sólo se escuchan los pasos del inspector paseando de pared a pared, entre las mesas separadas en fila india, y de fondo el inquieto rozar de las puntas de los bolígrafos en los folios. De vez en cuando, algún profe emite un leve suspiro o una pequeña tos nerviosa.
No tienen claro si se están jugando algo tan importante, pero lo cierto es que su corazón se acelera cada vez que el inspector se detiene junto a su mesa; no digamos ya si mira por encima de sus hombros lo que están escribiendo.
–Perdona, ¿puedo coger un momento el currículo de mi área para comprobar los códigos de unos estándares? –pregunta una de las profes más aplicadas del claustro.
–Por supuesto que no, ¿acaso no te lo sabes bien, profe Pilar? Porque tiempo para prepararla os he dejado bastante, y además no es la primera vez que os pongo esta prueba…
En ese momento, intentando camuflarse con la pregunta de la compañera, se escucha un ruído en la parte trasera del aula. El inspector se gira raudo y pregunta con tono amenazante:
-Profe Rafa, ¿no estaría usted intentando copiar por el de la mesa de al lado, no?
Pero da igual: fuese así o no, la mirada del vigilante deja claro que la respuesta es innecesaria. Entonces, para tener una mejor visión de lo que pudiesen hacer los examinandos, decide sentarse en la mesa grande del aula, la que normalmente los docentes disfrutan como símbolo de jerarquía, pero hoy viven como una fuerza opuesta a sus intereses.
Un rato después llega el aviso que levanta el murmullo: «quedan 15 minutos para recoger las programaciones… y repasad antes de entregar, que después vienen los disgustos». Hay reacciones diversas: unos tragan saliva, otros aceleran su ritmo de escritura para intentar rematar la faena sea como sea, y unos pocos se levantan ya para entregar pues llevan tiempo esperando para hacerlo (el suspenso no les da vergüenza, pero sí el estigma de ser el primero que entrega casi en blanco).
–Vale, se acabó: vamos dejando las programaciones en mi mesa. En un par de semanas os digo las calificaciones. El que no la tenga bien tendrá que dedicar las vacaciones a volver a prepararla, y en septiembre le repito la prueba.
–¿Si hay algo que corregir pondrás alguna hora de asesoría para que nos ayudes a solucionar las dudas? Porque si en septiembre repetimos los mismos errores…
–Si es una cosa puntual pregúntame e intento aclarártelo, pero no voy perder mi tiempo en volver sobre algo que está perfectamente explicado en los apuntes –concluye el inspector mientras se pone el tocho de papeles bajo el brazo y se dirige al pasillo.
Y aunque dicen que no lo van a hacer, nunca lo pueden evitar. Los profes se quedan un rato hablando sobre la prueba: «este año se pasó»; «es injusto, había un par de cosas que no se habían explicado»; «ojalá volviera el del curso pasado, que nos dejaba demostrar lo que sabíamos haciendo trabajos».
Seguro que a ningún docente le haría gracia una situación como esta, que parece de broma, pero, por desgracia, situaciones similares las viven repetidamente casi todos los alumnos de la mayor parte de etapas de nuestro sistema educativo. La realidad es que el instrumento de evaluación más extendido, pero de largo, sigue siendo el examen. Y además un tipo de examen que, la mayoría de veces, tiene muchos defectos. En mi opinión:
- Demasiada carga memorística, en detrimento de habilidades más prácticas. Hoy no es necesario saberlo todo de memoria (algunas cosas sí, obviamente), y aunque así fuese, «tragarlo y luego vomitarlo» para al mes olvidarlo, no es un sistema muy eficaz para ello.
- La prohibición de usar fuentes (libros, internet, apuntes,…), un aspecto con enorme carga de currículum oculto, y que me parece el que más limita el potencial de este instrumento de evaluación.
- Descuidar la diversidad (y la inclusión), poniendo las mismas preguntas, con los mismos formatos, y en los mismos tiempos, para todo el alumnado.
- Centrarse en el papel… cuando la vida real no transcurre por escrito, ni sobre un «derivado de celulosa». Por cierto, los exámenes orales o similares (tipo escuela de idiomas), ¿no tendrían cabida en la enseñanza obligatoria?
- Hacerse de forma individual, cuando sabemos que nadie aprende por sí sólo, y que el conectivismo es algo fundamental. ¿No tendría más sentido valorar lo que un alumno es capaz de hacer con distintos tipos de ayuda o acompañamiento?
- El añadido de ciertas «normas absurdas», que si bien en otros contextos podrían tener su razón de ser, en un colegio o instituto tal vez sobren. Inclúyanse aquí cosas relativas al tippex, el tipo de papel, el orden de entrega, etc.
- Hacer una corrección poco formativa, en la que sólo se califica y se enseña la nota (si después de hecho se comentasen los errores de cada cuál, se hiciese un plan individual de mejora, se reelaborasen las respuestas erróneas,…, otro gallo cantaría).
- Ser injustos: porque se desconocen de antemano los criterios de corrección (y no hablo de la puntuación), porque no consienten el valor formativo del error, porque generan frustración y ansiedad,…
Por eso animo a los docentes abonados al examen como única forma de evaluar (¡abrid el abanico: hay múltiples formas posibles!), a que antes de poner el próximo piensen en cómo se sentirían ellos en una situación ficticia como la del inicio del post. O, como dice el compañero @vcuevas:
Los profes que defienden los exámenes no deberían tener problema alguno en ser examinados para evaluar su propio trabajo. Con consecuencias— Víctor Cuevas (@vcuevas) June 17, 2016
Imagen: Universidad de Navarra, Exámenes, en Flickr, CC-BY-ND.