Gamificar en la escuela

Los simuladores, el geocaching, el Pokemon Go, y otras actividades similares (incluso los rastrexos), son formas de realizar determinadas tareas empleando un formato de juego. Esto es lo que se conoce como gamificación o ludificación, que actualmente está ganando peso tanto en el terreno empresarial como en el educativo (por eso muchos estamos aprendiendo, por ejemplo en este MOOC, y probando), e incluso en el social.

En educación la gamificación no significa jugar sin más (el juego en sí es algo más libre: por favor, no lo institucionalicemos), ni aprender a través de juegos (algo también válido, pero que sería más bien una opción metodológica), ni es sinónimo de emplear videojuegos (aunque se pueda recurrir a ellos en un determinado momento… para miedo de muchos docentes, cuando no comen a nadie). De hecho, aunque hoy por hoy está muy ligada a las TIC, la gamificación por definición podría ser «totalmente analógica»; los tradicionales juegos al aire libre o los clásicos juegos de mesa no necesitaban un enchufe para divertir y hacer aprender. 

La gamificación sería más bien una estrategia consistente en emplear las estructuras y mecánicas del juego aplicadas a tareas o contextos no lúdicos. Algunos de esos elementos propios de los juegos serían: dinámicas de participación (turnos, fases, reglas, roles, guiones-historias,…), estética (avatares, pantallas, tipografías,…), vocabulario (niveles, fases, tokens, puntos, misiones, vidas,…), recompensas (estrellas, insignias, rankings,…), emociones y valores (humor, compromiso, ayuda,…) Usando un sistema de gamificación en el aula contribuiríamos, independientemente de la edad del alumnado, pues se ha comprobado que con adultos también funciona, a lograr varios beneficios:

  • Aumentar la motivación hacia una actividad que planteada en términos menos atractivos sería peor recibida. A un crío le apetecerá más recolectar una estrella por cada tilde bien puesta en una exploración del nombre de objetos del cole, que hacer la típica ficha de acentuación fotocopiada sin más sentado solo en su mesa.
  • Incrementar la dificultad o el volumen de la tarea de forma progresiva, aumentando el sentimiento de competencia. Está claro si pensamos en lo que suponía en nuestra niñez «acabarnos un juego»: enfrentarse a un reto difícil, pero para el que nos vemos preparados, pues hemos practicado antes en las distintas fases que nos condujeron aquí.
  • Desarrollar habilidades que en el contexto real o con los recursos normales, no podrían practicarse. Si un piloto practica en un simulador, o un cirujano en una maqueta (o en un animal), ¿por qué no iba un niño a hacer algo similar para aprender sobre la Vía Láctea o el funcionamiento del cuerpo humano?
  • Enfrentar las tareas mezclando análisis, síntesis, creatividad, colaboración,… Pues, a poco trabajada que esté la propuesta, para resolver ciertas situaciones hace falta un procesamiento mental y social para salir airoso; aquí sí que la escuela debería aprender del fenómeno gamer (bastante más social de lo que la mayoría piensa).

Esto en realidad no es tan novedoso, porque muchos docentes llevan años empleando aspectos similares para motivar al alumnado o mejorar el clima de trabajo en el aula; lo que sí parece asomar ahora es una mayor sistematización y estudio de la gamificación, y un mayor potencial gracias al aprovechamiento de las posibilidades de la tecnología. Así que habrá que meter otra moneda de 5 duros en la ranura, y seguir probando para ver hasta donde llegamos.

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